El
estudio del pasado, nos hace entender el presente; el origen de las especies
nos permite analizar la evolución de las mismas; para sicoanalizar a una
persona adulta, nos retrotraemos a su infancia; la vida es una rueda, donde el
principio y el final acaban uniéndose. Así pues, conociendo el principio de las
cosas, podemos predecir su final. Y si aplicamos este principio a las lenguas y
al aprendizaje de las mismas, nos topamos con ese maravilloso arte que es la
“etimología”.
Noche
helada. El viento ejecuta con maestría un concierto siniestro, para flauta,
claro. Una legión de olivos aguardan en posición de firmes. La única luz que ayuda
a Juanito y a sus amigos a viajar por
el camino a Toledo se la ofrece como limosna la Luna. De repente, un ruido
rivaliza con el viento. ¡Un grito! ¡Socorro, me matan! ¡Que llamen a la Santa Hermandad!
Los jóvenes deciden buscar ayuda. Juanito, se queda junto a la víctima, la coge
en sus brazos y soporta, durante horas, la agonía de la moribunda. A lo lejos
Juanito observa cómo una pareja de hombres armados se acerca. Chaleco de piel,
faldones cortos, camisa verde, con mangas verdes… No hay duda: la Santa Hermandad.
Campamento
militar, Soria, veinte cero cinco. El sargento irrumpe en el barracón,
impregnándolo con su hedor sobacuno. Dice un nombre. Nadie se mueve. Grita el
nombre. Todos bajan la cabeza. Ruge el nombre. Todos cierran los ojos. Amenaza
al grupo. Pepe da un paso adelante. La bronca es antológica. Cuando acaba,
siglos después, Pepe avanza con paso mecanizado, sale al patio y se coloca
junto a la porra, justo en el centro del campamento. Allí la observa, como si
fuera la caja de Pandora, consciente del riesgo de dejar de hacerlo. Cinco
horas después, Pepe vuelve a su letrina, digo, a su litera.
Pues
sí, son los orígenes de estas dos expresiones. Y es que, para llegar a la
omega, hay que empezar por el alfa.